Crónica JUDAS PRIEST + SAXON + URIAH HEEP (13.06.24, Barcelona)

Por Jimmy Escorpión

Muchas voces vienen anunciando desde hace tiempo que el metal no tiene futuro porque los dinosaurios del género (junto con el rebaño de sus abnegados fans) no dejan espacio para el necesario relevo generacional. La teoría, no exenta de sensatez, arguye que el empecinamiento de promotores, festivales, emisoras y público en general en seguir invirtiendo sus limitados recursos de tiempo y dinero en las mismas bandas que triunfaron el siglo pasado, está impidiendo a los nuevos artistas disponer de verdaderas oportunidades para alcanzar esa notoriedad. Siguiendo este argumentario, para insuflar sangre nueva al estilo hay que jubilar a tiempo a sus veteranos y evitar vivir con respiración asistida de rentas pasadas.

Me sudan los huevos. Este jueves fui a ver por décima vez a los Judas. Tengo en casa todos sus discos. Muchos repetidos en diferentes formatos y ediciones. Llevo una espaldera con la portada del “Screaming for Vengeance” y quiero a Rob Halford tanto como quería a mis abuelos. El metal no se puede ir al carajo por culpa de los Judas porque, para empezar, sin ellos no habría existido el heavy metal o, al menos, como hoy lo conocemos. El día que tristemente se vean obligados a bajar de manera definitiva el telón, que seguramente no tarde mucho en llegar, nadie los reemplazará porque sencillamente son irremplazables. Y entonces echaremos de menos no poder rebobinar el reloj y volverlos a ver 10 veces más.

Además, si Judas Priest son el Jurásico, en esta gira iban acompañados de otra criatura del Cretácico (Saxon) y otra incluso del Triásico (Uriah Heep). Una terna irresistible para los que nos gustan los monstruos antediluvianos que, a juzgar por el cartel de sold out colgado meses antes del evento, no somos pocos. No obstante, también hay que decir que el Sant Jordi Club (un anexo del Palau Sant Jordi, para quien no lo conozca) es un recinto de aforo sensiblemente menor a los que habían hospedado a los Priest en anteriores visitas a la Ciudad Condal. A este respecto, descontando sus participaciones festivaleras, ya hacía más de una década que por estos lares no tocaban en pabellones. De hecho, se habían convertido prácticamente en grupo residente del Rock Fest de Santa Coloma, donde prodigaron su presencia durante estos años con algunos conciertos memorables.

Subí pues Montjuic con la alegría de las grandes citas. Sólo dos noches antes había recorrido este mismo camino pero en muy diferentes condiciones. Fui uno más de los miles que vivimos el martes el apocalíptico concierto de Rammstein en la pista del Estadio Olímpico bajo el diluvio universal. Misterios del cambio climático pero, tras meses de persistente sequía en Cataluña, pareció que durante un solo día cayó del cielo lo que se había resistido durante todo el invierno. Y eso que este gallego está acostumbrado a ver llover. Se hizo difícil disfrutar del concierto en aquellas condiciones. Pero bueno, esta crónica es sobre el jueves y el contexto era bien distinto: brillaba de nuevo el sol, próximo al solsticio, y las otrora embarradas laderas de Montjuic habían recuperado su transitabilidad y brillo primaveral.

Aunque comparecí a tiempo en la entrada del Sant Jordi Club para ver a la primera banda, la cola de acceso en esos momentos era larga y fluía lenta. Para cuando entré, Uriah Heep iban por su tercer tema. Atacaban “Rainbow Demon” de su clásico “Demons and Wizards” (1972). La sensación nada más entrar fue que el sonido era barullento y ello no mejoró, ni con el transcurso de la actuación, ni  con nuestro acercamiento paulatino al escenario. Fue la tónica de la noche, al menos hasta Judas Priest, donde sí noté una mejoría en esta materia, aunque lejos de la excelencia. Al menos, eso fue lo que vivimos el grupo de colegas que compartimos la jornada, ubicados sobre la sexta fila y escorados algo hacia la derecha del escenario, donde permanecimos ubicados durante las tres actuaciones. 

Uriah Heep dispusieron de apenas 40 minutos. Aunque tocaron un par de temas del “Chaos & Colour” (2023) que presentaban, centraron su actuación, como era esperable, en sus clásicos setenteros. Así, además de la ya citada, cayeron “Free ‘n’ Easy” (1977), “Gypsy” (de su debut de 1970), la siempre majestuosa “July Morning” (1971) y la obligatoria “Easy Livin’”(1972) que utilizaron para el cierre. He aquí pues un dato increíble: esta es una banda que deja una brecha discográfica sin representación en su repertorio de (ojo) 40 años, que son los que transcurren desde el referido tema de 1977 hasta «Grazed by Heaven” de 2018. Este olvido es sintomático de su trayectoria pues, aunque ha publicado álbumes muy meritorios en todas sus épocas, siempre será recordada de manera casi exclusiva por su época dorada de los 70, de la que sólo queda el guitarrista y alma, Mick Box, la única figura que legitima que sigan trabajando bajo ese nombre.

A las voces se mantiene desde 1986 Bernie Shaw, que aunque lucía una indisimulable barriga de embarazado que no le recuerdo de anteriores ocasiones, mantuvo en forma pletórica sus capacidades vocales. Volvía tras problemas familiares Phil Lanzon, heredero del Hammond del añorado Ken Hensley y completaba formación la sección rítmica compuesta por Dave Rimmer y Russell Gilbrook que, por ser más jóvenes, añaden pegada y frescura a sus compañeros. Se mostraron en todo momento cohesionados y rubricaron un concierto decente pese al sonido, aunque también previsible para quienes ya los hemos visto en otras ocasiones.

Saxon gozaron de algo más de tiempo y diría que rozaron la hora de concierto. Sonido igualmente malo. También giran con nuevo disco bajo el brazo, el continuista “Hell, Fire and Damnation”, publicado este mismo año, del que ofrecieron el tema homónimo y “Under the Guillotine”. Este último entusiasma a mi amigo Unt, que lo jadeó cono una hiena en celo. El resto del repertorio, como también era de esperar para un slot tan corto, se nutrió exclusivamente de su primera mitad de los 80: “Motorcycle Man” (1980), “Power and the Glory” (1983), “Heavy Metal Thunder” (1980), “Crusader” (1984), “Denim and Leather” (1981), “Wheels of Steel” (1980), “And the Bands Played On” (1981) y “Princess of the Night” (1981). Es justo por ello recuperar el reproche que hacíamos a Uriah Heep sobre la existencia de un enorme “hueco temporal” en la traslación de su discografía a su setlist, Si bien para Saxon con dos atenuantes: la distancia es una década menor y sabemos que, con más tiempo para tocar, suelen desgranar temas de épocas intermedias (al menos más de los que acostumbra Uriah Heep) sabiendo que, aunque ni de lejos como la de sus años de gloria, gozan de buena acogida.

La voz de Bill Byford sigue rugiendo en plenitud y sobre su figura, incombustible desde 1975, pivota el resto. La novedad en la formación era la sustitución de su guitarrista de toda la vida, Paul Quinn, quien abandonó las filas el año pasado en lo que se antoja como una especie de prejubilación, por otro viejo conocido de la NWOBHM: Brian Tatler de Diamond Head. Obviamente, Tatler es un guitarrista más que competente y con un perfil que encaja a la perfección en la banda, pero no deja de resultar triste para el espectador aceptar la marcha de un miembro tan importante. Y no fue esta la última mala noticia para los fans de los del águila: recientemente la prensa británica se hacía eco de la condena judicial a su bajista clásico, Steve Dawson (en Saxon de 1975 a 1986), a 5 años de prisión por delitos sexuales contra un menor por hechos cometidos en los años 90. No sé si por todas estas cuestiones, o por el hecho de verlos relegados a la condición de teloneros, pero noté a Saxon quizá menos enchufados o menos volcados que otras veces. Por supuesto, su actuación fue totalmente profesional y el público español – uno de los feudos donde más tirón conservan – los sigue recibiendo con absoluta devoción. Con todo, de las siete veces que los he visto, esta la situaría por la cola.

Y llegamos al plato principal. Si el lector busca objetividad sobre lo que hicieron los Judas Priest que lea otra crónica (o no…, porque intuyo una inercia laudatoria en la mayoría de cronistas de estos conciertos). Que sí, que ya no están sobre el escenario ni Tipton ni Downing (para mí, la mejor dupla de guitarristas de la historia del metal, por no decir del rock). Que vale, que a Halford le cuesta cada vez más, abusa del reverb y probablemente se apoye en un teleprompter, como él mismo reconoció en alguna ocasión. Que por supuesto, que uno debería tener tan aburrido el “Breaking the Law” o “Living After Midnight” como el “Cumpleaños Feliz”. Lo que queráis. ¡Cómo los disfruté una vez más! ¡Qué sensación tan electrizante resulta siempre volver a ver a esta gente sobre las tablas! ¡Cómo molan los putos Judas Priest!

Esta banda ha tenido todo. La calidad, con al menos media docena de discos que son obras maestras indiscutibles y seguramente al menos otra media docena de obras muy notables. El éxito, con más de 50 millones de copias vendidas y décadas llenando pabellones. El reconocimiento unánime, del público, de la crítica, de sus colegas del gremio e incluso de muchos fuera del metal. La inspiración, tanto en el sonido como en la estética, a todo el estilo. La paternidad del mismo, junto con sus paisanos Black Sabbath, como el propio Halford reivindicó el jueves en su emotivo discurso sentado sobre un monitor a un lado del escenario. ¿Qué tendría aquella agua de Birmingham? 50 años, nos recordaba Halfie. 50 años de su debut “Rocka Rolla”. Medio siglo en la punta de lanza del heavy metal. Una corona de cuernos que debe de pesar, como canta autobiográficamente en el medio tiempo “Crown of Horns”, de su último disco, que incluyeron en su repertorio del jueves.

Porque además, en tiempos aciagos para el heavy metal tradicional, este reciente “Invincible Shield” ha vuelto a concitar el entusiasmo general de la parroquia, como ya lo había hecho su precedente “Firepower” (2018). Tras la salida de KK y la triste baja (al menos de los escenarios) de Glenn Tipton, nadie auguraba una última etapa de fertilidad en la banda. Seguramente sea su último baile. Richie Faulkner se ha ganado estos años los galones en un puesto que parecía imposible de llenar. El jueves tanto Richie como los cuatro temas que tocaron del último disco brillaron. Quizás yo habría escogido otra en vez de “Gates of Hell”, pero la ya referida “Crown of Thorns”, la homónima y el single “Panic Attack”, que fue con la que abrieron, estuvieron fantásticas. Además de esto, tiraron de su amplio y variado repertorio para ofrecernos tanto su vertiente más intensa y eléctrica (“Rapid Fire”, “Riding on the Wind”, “Painkiller”, “Electric Eye”…), como su faceta más rockera (“You’ve Got Another Thing Comin’”, “Devil’s Child”, “The Green Manalishi”, “Living After Midnight”…), su vena más glam  (“Love Bites”, “Turbo Lover”..) o su lado más clásico y progresivo (“Sinner”, “Victim of Changes”…). Hasta se permitieron rescatar una joya olvidada como “Saints in Hell” del “Stained Class” de 1978. No faltó tampoco el numerito de la Harley y el látigo para “Hell Bent for Leather” ni los coros del público levantando el consabido “Breaking the Law”.

A nivel interpretativo la banda rayó a un nivel excelente. A estas alturas todos sabemos que Ian Hill (en el bajo desde 1969) es un metrónomo humano, tan estático, como hierático y preciso. Scott Travis es el mejor batería que nunca tuvieron. De Faulkner ya hemos dicho que se ha ganado el puesto. Y Andy Sneap es el productor (sin categoría de miembro oficial) que sustituye a Tipton en la medida en que lamentablemente el Parkinson ha retirado a este de la actividad en directo y, por lo tanto cumple con solvencia y discreción este rol asignado.

Pero la última mención ha de ir para el bueno de Halfie. A punto de cumplir 73, su voz lógicamente no mantiene el vigor ni el rango de antaño. Ya hemos hablado de los recursos técnicos (lícitos a mi modo de ver) en los que se apoya. Físicamente, se nota que se cansa y con más frecuencia acude al backstage en busca de reposo o se sienta en los monitores para hablar al respetable. Es un señor mayor, vaya. Aún así, escucharle cantar en directo sigue siendo un deleite. Y sobre todo, su personalidad, su magnetismo, su carisma sobre las tablas, el cariño y la devoción de su público, que lo jalea durante todo el show, algo que se ha ganado todos estos años, salida del armario incluida, lo convierten en uno de los artistas más queridos de nuestra música. Mientras él y los suyos quieran seguir, ahí estaremos nosotros, defensores de la fe, para acompañarles hasta el final. Por eso cuando, al terminar el concierto, las pantallas anunciaban “The Priest will be back”, uno vuelve a casa pidiéndole a los dioses del metal que haya una undécima vez y todos vivamos para disfrutarla.

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